"En la vida uno siempre tiene que intentar ser el mejor, pero nunca creerse que es el mejor". La frase que Juan Manuel Fangio repitió en miles de notas, charlas o en simples confesiones de sobremesa, fue mucho más allá de las palabras en la extensa y exitosa trayectoria de este argentino. Está considerado como el máximo referente del primer medio siglo de vida del campeonato de Fórmula 1. Porque esa sentencia sintetizó la forma de ser que exhibió Fangio tanto dentro como fuera de las pistas. Por eso, a varios años de su muerte, sigue siendo recordado como uno de los mejores ejemplos de deportistas. El símbolo de un verdadero campeón, tal vez el mayor, que en su accionar mostró la convicción y perseverancia de quien se sabe capaz de conseguir grandes cosas, pero, también la humildad que sólo caracteriza a los grandes de verdad. Una personalidad que sin ser polémica, fue atractiva, porque siempre tenía cosas para decir y porque supo contar con la imprescindible dosis de discreción para dejar solamente en el plano de su inaccesible intimidad las sombras que, como casi todo ser humano, también tuvo en su vida.
Fue el cuarto hijo del matrimonio de italianos formado por Loreto y Herminia, y su nacimiento se produjo en la fría noche del 24 de junio de 1911. Fue en Balcarce, un pueblo ubicado 400 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, que por entonces insinuaba un lento crecimiento con la corriente inmigratoria. La coincidencia de su nacimiento con el día de San Juan le valió su primer nombre, mientras que Manuel fue el homenaje con el que su papá quiso testimoniar su admiración por el rey de Italia.
El esfuerzo de sus padres le dio una infancia sin privaciones, aunque también sin muchos lujos. "Esto me enseñó a valorar las cosas y a no pedir más de lo que me podían dar", admitía Fangio. Esa filosofía la aplicaría en su época de piloto con los que trabajaban en su auto, aconsejando que "siempre hay que pedirles lo necesario, porque es la mejor manera de que no te fallen". Y claro que no le fallaron. Junto a una premonitoria tendencia por la mecánica, que a los 12 años lo llevó a emplearse en el taller de Manuel Viggiano, su gusto por el fútbol. Un gusto acompañado de cierto talento para transformarse en el indiscutido insider derecho del equipo Leandro Alem de Balcarce. Su rapidez y forma de caminar la cancha sirvieron para que sus compañeros lo bautizaran Chueco, apodo que lo inmortalizaría años más tarde en las pistas de carreras. También la actitud de los jugadores de su equipo, quienes evitaron el pase de Fangio a un club marplatense, empezó a forjar su destino en el automovilismo. Es que al quedarse en Balcarce y continuar frecuentando los talleres, aumentó su pasión por los autos al tiempo que disminuía su interés por el fútbol.
Esa pasión no tardó en desembocar en su debut en las carreras. Fue el 24 de octubre de 1936 en Benito Juárez, y para ello le pidió a un amigo un taxi, al que con su habilidad mecánica no tardó en convertir en un auto de competición. Sin embargo, las crónicas no hablaron de ningún piloto llamado Juan Manuel Fangio, ya que para escapar del control paterno utilizó el seudónimo Rivadavia, en honor al nombre con que había sido rebautizado su antiguo club de fútbol de Balcarce. La experiencia terminó con un abandono, pero no con el entusiasmo de Juan, quien el 27 de marzo de 1938 corrió su primera competencia oficial con su verdadero nombre, Juan Manuel Fangio, que años más tarde lo haría famoso en el mundo. Fue quinto en la serie y séptimo en la final. Ya nadie detendría un ascenso que, pausa por la Segunda Guerra Mundial mediante, lo convertiría en la década del 40 en una de las grandes figuras del folclórico Turismo Carretera y en protagonista, junto con los hermanos Juan y Oscar Gálvez, de un duelo que dividió la opinión de una generación de tuercas argentinos.
"Me conformaría con ganar una carrera, por lo menos". Esta fue la cauta expectativa con la que Fangio encabezó como abanderado a la representación argentina que, a principios de 1949, con apoyo del Automóvil Club Argentino y respaldo gubernamental, encaró la misión de conquistar las pistas europeas, ilusión incentivada por las buenas actuaciones de los pilotos locales en las recordadas temporadas internacionales de Retiro y Palermo. El destino no tardó en recompensar con creces los deseos del Chueco, ya que sus presentaciones iniciales en San Remo, Pau, Perpignan y Marsella terminaron en otros tantos triunfos. El asombro empezó a ganar al ambiente automovilístico y simultáneamente crecía la figura de Fangio. Tanto que para enfrentar el desafío que en 1950 implicó la creación del Campeonato Mundial, Alfa Romeo le ofreció un contrato con un cheque en blanco. "Lo acepté, pero con la condición de que ellos pusieran la cifra, pues ya me daba como bien pago por la posibilidad que me daban de manejar el mejor auto de ese momento", recordaba Juan, en una reflexión inimaginable en la actual filosofía del deporte.
El sueño de ser el primer campeón mundial de la Fórmula 1 se rompió junto con la válvula que lo dejó a pie en Italia y desvió ese halago hacia Giuseppe Farina. Pero la revancha no demoró más que un año y llegó en España 51, en una carrera en la que con estrategia y habilidad derrotó a Alberto Ascari. La rivalidad no impidió que días más tarde se juntaran en un restaurant de Milán para que el derrotado disfrutara de la cena que por una apuesta previa debía pagar quien ganara el título. "Nunca pagué más a gusto una apuesta", le encantaba destacar a Fangio, en el recuerdo de aquel título. A esta hora de gloria le siguió la temporada del 52 perdida por el grave accidente en Monza, en una prueba sin puntaje, que dejó en blanco su agenda de ese año en el Mundial como consecuencia de su larga convalescencia. Pero también fue Monza el autódromo que vio su resurgimiento al ganar la carrera final del 53 y verificar que el accidente era sólo un mal recuerdo. Así lo entendió también Mercedes-Benz, que lo contrató como número uno para su ingreso a la Fórmula 1 a mediados del 54. Esto marcó el comienzo de un ciclo en que, al amparo de los reiterados éxitos con las casi imbatibles Flechas de Plata, marcó a fuego la relación entre Fangio y la empresa alemana, como lo demostró el mutuo y eterno reconocimiento que se profesaron.
El año 1956 fue el del paso por Ferrari, mechado por su turbulenta relación con don Enzo, fundador de la mítica escudería, quien lo calificó como "un gran piloto, pero un hombre difícil de conocer". Esa traba no impidió la conquista del cuarto titulo. El retorno a Maserati para sacarle provecho a la excepcional vigencia del modelo 250 F sirvió para cerrar el circulo de sus cinco títulos, rubricado con esa obra de arte que fue su triunfo en Núrburgring, el último y seguramente el mejor de los 24 que sumó en sus ocho temporadas en el Mundial.
"Nunca en mi vida manejé como aquel día en Núrburgring. Hice cosas que luego, repasándolas con el pensamiento, me parecieron increíbles". Esta cavilación con cierta dosis de asombro era con la que a Juan le gustaba recordar aquel 4 de agosto de 1957 y ese triunfo en el Gran Premio de Alemania, que la memoria popular guarda como la más grande exhibición de un piloto en el exigente y peligroso circuito germano. Es que nadie hizo lo que aquel día realizó el Chueco, batiendo nueve veces consecutivas el récord de vuelta para descontar esa diferencia de 30 segundos que le habían sacado las Ferrari de Hawthorn y Collins, luego de que el nerviosismo de sus mecánicos prolongara demasiado la obligatoria detención en boxes para cargar combustible debido al mayor consumo de la Maserati. Ese día el talento de Juan Manuel alcanzó su máxima dimensión para andar en el límite. O a veces "encima", como confesaría el propio Chueco, para limar diferencias y provocar el asombro de los hombres de Ferrari al verlo aparecer detrás en la antepenúltima vuelta, para superarlos en la siguiente y marchar a un histórico triunfo. Tan histórico que hasta Hawthorn y Collins, los grandes derrotados, fueron los primeros en felicitarlo.
Como todos los monstruos de verdad, sus cualidades conductivas estuvieron acompañadas por elementos tan indispensables para el éxito como la astucia y el espíritu de observación. Ambos fueron decisivos en su debut como ganador en el Mundial, producido en Mónaco 1950, después de esquivar el escolío de nueve autos desparramados por las estrechas calles del Principado en el primer choque múltiple del máximo torneo. "La noche anterior había estado en el Auto Club de Mónaco y, mirando unas fotos viejas, vi que en un accidente en una carrera de 1936 la gente en vez de mirar al puntero, observaba los autos chocados. Esa imagen me vino a la mente, cuando en plena primera vuelta, vi que la gente no miraba a mi coche que estaba delante, sino hacia otro lado. "Algo pasa", me dije, "y fui disminuyendo la marcha, hasta que de pronto me encuentro con varios autos atravesados en la chicana. Con lo justo pude esquívarIos, mientras Villoresi, que me seguía, se quedó trabado y perdió mucho tiempo. Quedé solo adelante y gané tranquilamente". A Juan también le agradaba dar prueba de su confianza por sobre las supersticiones, recordando lo sucedido en el Gran Premio de Suiza de 1951: "A mi me gustaba, en los días previos, dar vueltas en los cicuitos en un auto particular. En eso estaba cuando de repente se cruzó un gato negro y lo atropellé, justo en el mismo lugar donde el año anterior había roto una válvula en momentos en que iba ganando. Pese a todo, esa noche pude dormir bien. Al día siguiente hice la pole y luego gané de punta a punta, bajo una lluvia torrencial y en un circuito muy difícil y peligroso como Bremgarten. Ahí dejé de lado toda superstición".
La reconocida fortaleza física de Juan Manuel tuvo su examen más exigente ante los ojos de sus compatriotas el 16 de enero de 1955, una de las jornadas más sofocantes que se recuerdan en la historia de los Grandes Premios. La temperatura ambiental cercana a los 40 grados unida a las 3 horas que por entonces demandaban las carreras puntuables constituyeron una terrible combinación que hizo estragos en los pilotos. Sólo Fangio y su compatriota Roberto Mieres completaron la competencia sin tener relevos en sus autos. Una verdadera hazaña que Fangio rubricó con su segunda victoria consecutiva en la Argentina. "Fue algo terrible. Muchas veces estuve tentado de abandonar, porque no daba más, pero me daba fuerzas imaginándome que sólo faltaban cinco vueltas, cuando en realidad eran muchas más. Este pensamiento lo repetía cuando me venían ganas de abandonar, y creo que fue el gran secreto para aguantar..." De aquel día, además de un Fangio exhausto que recibió el trofeo sentado en el palco presidencial, quedó la anécdota de los baldes de agua con que algunos auxiliares refrescaban a los corredores cuando lentamente transitaban el sector de la horquilla... Cosas de otro tiempo, de otra Fórmula 1.
"No voy a negar que he sido un hombre de suerte, porque además de lograr muchas cosas la fortuna me ayudó cuando me tocó pasar por momentos delicados", solía repetir Juan Manuel en el repaso de su trayectoria deportiva, con el sentido de la segunda parte de la frase apuntando al papel que esa buena suerte tuvo en los dos graves accidentes que vivió en su andar por las rutas y pistas de todo el mundo. El primero fue en octubre de 1948, en la legendaria Buenos Aires-Caracas, una prueba irrepetibIe que con los autos de TC unían ambas capitales sudamericanas. En plena disputa con Oscar Gálvez, en medio de la niebla de la madrugada, su cupé Chevrolet derrapó en una curva y cayó en un barranco de la zona montañosa de Tumbes de Perú. "Por primera vez llevábamos la jaula antivuelco y eso me salvó la vida. En cambio, el vuelco arrancó las puertas y esto fue fatal para mi acompañante", rememoraba Fangio sobre el disímil destino que, separados por centímetros y en el mismo accidente, tuvieron con su acompañante Daniel Urrutia. El Chueco se fracturó una clavícula, Urrutia falleció poco después. Una diferencia que empezó a marcar el destino del enorme campeón. El 8 de junio de 1952 fue otro día en el que por muy poco Fangio le ganó la carrera a la muerte. Ocurrió en un fin de semana con trabajo doble, ya que su agenda preveía para el sábado 7 su participación en el Ulster Trophy de Irlanda, con un BRM, y para el día siguiente, su debut con Maserati, en Monza, en una carrera sin puntaje. Tras abandonar en la primera prueba, Fangio emprendió una verdadera maratón de combinaciones aéreas que, ante las complicaciones por el mal tiempo, lo dejaron varado en Paris. Desde allí siguió viaje en auto, primero hasta Lyon, acompañado por Louis Rosier, y luego hasta Monza, solo. Así y circulando a toda velocidad por caminos montañosos, el Chueco manejó durante toda la noche para arribar justo a tiempo para largar desde el último lugar la carrera de Monza. "A las dos de la tarde llegué al circuito, a las dos y media estaba en la grilla y a las tres, en el hospital", solía contar Fangio con una mezcla de ironía y arrepentimiento. Es que en la segunda vuelta de la prueba y, luego de haber superado a seis autos en la primera, sobrevino el accidente. "Entré mal a la curva Lesmo, rocé el guardrail interno y el coche empezó a derrapar. En vez de corregirlo enseguida lo dejé ir un poco, para hacerlo más tarde, pero por efectos del cansancio la reacción fue tardía. El coche tocó un fardo de pasto, empezó a dar vueltas y me despidió. Recién me desperté en el hospital", precisaba minuciosamente Fangio. La fractura de varias vértebras cervicales lo dejó inactivo por el resto de la temporada. Pudo volver con su capacidad intacta y una única secuela física: la pérdida de parte de la movilidad de la nuca, limitación que durante el resto de su vida lo obligó a girar los hombros al dar vuelta la cabeza. "Este accidente y el de Buenos Aires-Caracas tuvieron la similitud del cansancio físico. Por eso, desde ese momento nunca conduje estando cansado, ni siquiera en forma particular. Fue una lección muy dura, pero la aprendí", fue la sabia reflexión de un maestro que también cometía errores pero, a diferencia de otros, sabía reconocerlos.
"Correr ya no me da satisfacción. Por el contrario, se ha convertido en una obligación a la que no le veo sentido, porque ya he logrado más de lo que me propuse al comenzar mi campaña en Europa". Este pensamiento, que durante 1958 había rondado muchas veces la mente de Juan Manuel, volvió con más intensidad el 6 de julio, mientras su Maserati circulaba por las largas rectas de Reims, en el Gran Premio de Francia. Aquel año venia con algunos matices particulares para el Chueco, por su secuestro en Cuba y la fallida participación en las 500 Millas de Indianápolis. Además, el retiro oficial de Maserati lo dejó sin auto competitivo y sin continuidad en el Mundial, al punto que la competencia francesa era la segunda que corría luego de Argentina, tras faltar en Holanda y Bélgica. La hora del adiós era inminente. Y llegó ese mismo día de Reims, cuando después de terminar cuarto con el embrague destrozado, Fangio anunció su retiro antes de marchar al hospital en el que agonizaba su amigo Luigí Musso, accidentado fatalmente en esa prueba. "Durante mi campaña vi morir a muchos colegas. El destino había sido benévolo conmigo y no tenía sentido seguir tentándolo", resultó la acertada conclusión con la que Juan justificó su abandono.
Lejos de opacarse, desde aquel día la estrella de Juan Manuel Fangio cobró un brillo inigualable. Y no sólo dentro del ambiente automovilístico. Fue un reiterado invitado especial en muchos Grandes Premios y también huésped de gobernantes de diferentes extracciones políticas en todo el planeta. Su figura empezó a tener un nivel cercano a la leyenda, que le valió un reconocimiento y consideración generalizada. Dentro de sus colegas, abarcó desde su contemporáneo Mike Hawthorn, quien confesó que "por respeto al maestro de todos nosotros" disminuyó su marcha en los últimos metros de Francia 58 para evitar sacarle una vuelta, hasta el mismísimo Ayrton Senna, quien tres décadas después no tuvo pudores en revelar su admiración por Fangio porque "sus cinco títulos serán únicos por más que otro piloto los supere, ya que él los logró en la época más difícil y peligrosa". Palabras que correspondió en los hechos con su recordado gesto en Interlagos 93, cuando tras haber ganado una de sus mejores carreras en Fórmula 1 bajó del primer escalón del podio para recibir el trofeo de manos del Chueco. "Ninguno de nosotros puede estar encima suyo..", le dijo Ayrton, en lo que fue el simbólico reconocimiento de medio siglo del Campeonato Mundial a su gran referente.
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