Schumacher. El arquitecto de la nueva Fórmula Uno nació en 1969 en un pueblo alemán cuyo nombre, en contra de lo que puede parecer, sí es de fácil pronunciación: Kerpen, a 60 kilómetros de Colonia. Se trata de una pequeña localidad de no más de 60.000 habitantes en cuya página web se anuncia la fiesta que despedirá al que colocó el pueblo en el mapa. Es un homenaje de gran mérito, que significa que la localidad ha olvidado ya que un pequeño Schumacher de cuatro años destrozó una farola con su primer kart.
Corría 1973 y pese al incidente, su padre Rolf insistió en que su hijo amara el volante. Era casi una obsesión personal, ya que su progenitor trabajaba como mecánico en el circuito de karts del pueblo. Quedaban años aún para que comenzara despuntar pero ya, a tan corta edad, en el ser de Michael Schumacher estaba naciendo el método, la disciplina, la incipiente profesionalidad. El espíritu ambicioso de ser más y mejor, de ser el primero y de trabajar sin pausa hasta lograrlo. El primer resultado fue el subcampeonato Mundial júnior de karting, con 16 años.
Sin que la familia fuera especialmente boyante en el terreno económico, tuvo que ser el piloto el que con su talento se abriera las puertas de competiciones más serias y en casi cualquier especialidad, karting, turismos o monoplazas, siempre modelando a base de triunfos el carácter, coleccionando trofeos y ensayando poses para futuros podios. Pero entre estas categorías, para su carrera y casi más, para su vida, especialmente trascendental fue el paso previo a la F1, la Fórmula 3000 germana. Primero, porque también la ganó; segundo, porque en esa etapa conoció a Willi Weber -el que sería su representante hasta el día de hoy- y a otro piloto, Heinz-Harald Frentzen.
La relación con Frentzen también marca la vida del heptacampeón. Al principio porque ambos formaban un dúo de amigos que alcanzaron casi de la mano el sueño de la F1. Pero la bondad se tornó en enemistad cuando Michael le 'birló' la novia, Corinna. Con esta mujer contrajo matrimonio años después, con ella vive y con ella ha tenido ya dos hijos, Gina-Maria y Mick.
La familia ha sido uno de los grandes pilares del 'Kaiser' del 'Gran Circo'. Se pierde la cuenta de los éxitos alcanzados por el piloto, empezando por el hecho de que posee más campeonatos del mundo que nadie. Sin embargo, y aunque su cohorte de aficionados es amplia, el gran lunar que le persigue es el del carisma. En un mundo tan elitista, él siempre ha optado por no figurar porque sí, por no llamar la atención más que por triunfar y por no dejarse ver más que en el podio. Su estilo frío, su calculada y minuciosa manera de afrontar cada carrera han pesado más que los éxitos. Y por eso, su gran y tal vez única derrota es que al relevo de gloria que recogió de las manos de Senna le faltara ese punto de magia. Las polémicas en las que se ha visto inmerso tampoco le han creado el halo de simpatía que tuvo el extinto piloto brasileño y aunque su manager ha tratado de pulir su imagen, ni siquiera sus numerosos actos benéficos le han ayudado en ese sentido.
Lo del testigo de campeón por parte de Senna fue literal. Aquel día en el que la Fórmula Uno cambió, Michael Schumacher perseguía al que era campeón en esos momentos. Sin él, comenzaba la tiranía germana. Era 1994 y cumplía su tercera temporada en la máxima competición. Se dice que el alemán siempre tuvo suerte y su comienzo en la máxima competición no careció de cierta estrella. Entró en 1991, en Spa, como sustituto del belga Bertrand Gachot, que no pudo correr por un arresto tras un altercado con un taxista.
La primera experiencia fue desastrosa. No lo hizo mal durante el fin de semana en las prácticas, pero en la carrera, su Jordan se quedó clavado en la salida. Briatore, vestido ya de cazatalentos, no dejó pasar lo visto en jornadas anteriores y echó el resto por el joven y desconocido alemán, que semanas después ya defendía los colores de Benetton. Al año siguiente, en 1992, consiguió su primera victoria en el escenario en el que debutó. Dos temporadas después, en el mencionado 94 y al siguiente, conquistaría sus dos primeros títulos.
Pero el reto llegaba en 1996, con su fichaje por Ferrari. La prestigiosa escudería italiana iba camino de cumplir 20 años sin ganar ningún título y la solución tenía apellido alemán. Era el instante en el que aquella semilla de minuciosidad que se sembró cuando tenía cuatro años floreció para que 'Schumi' se erigiera en el arquitecto del resurgimiento de los bólidos rojos. Aún quedaban cuatro años hasta el título en 2000, pero hasta ese momento y más aún, hasta el final de su carrera, su voz tuvo autoridad casi infinita para moldear el equipo hasta hacerlo ganador. Preparación física envidiable, trabajo extenuante, exigencia máxima, paciencia y un compañero al lado para hacerle el trabajo sucio. Mentalidad alemana aplicada. El resultado, no podía ser otro, fue la conquista de cinco campeonatos del mundo más o, lo que es lo mismo, auparse al lugar más elevado del olimpo de la Fórmula Uno con siete coronas.
Tras su marcha, después de 16 años, la competición tendrá un sentimiento cercano a la orfandad. Será raro no ver al germano con la mirada fija en el monitor de tiempos, saltando en el podio tras una victoria o revisando el coche de los rivales cuando han sido más rápidos que él. Decía otro personaje que le espera en el club de los ex-pilotos, el austriaco Gerhard Berger, que para Schumacher sólo hay dos cosas interesantes: el trabajo y la familia. A partir de ya, será un hombre de casa, desde donde verá por televisión a 22 locos a más de 300 kilómetros por hora tratando de ser algún día como él: sencillamente, el mejor de la historia.